En La Jaula

A ella ya casi desde el principio se le hab a ocurrido que en su posici n --la de una muchacha que llevaba, recluida entre mamparas y alambres, la vida de una cobaya o una urraca-- iba a conocer a much simas personas sin que stas se enteraran en absoluto. Eso hac a que fuera una emoci n todav a m s intensa --aunque singularmente exquisita y siempre, aun as , bastante soterrada-- el ver entrar a alguien a quien conoc a, como dec a ella, por fuera, y que pod a a adir algo a la triste realidad de su trabajo. Su trabajo era estar all sentada con dos hombres (el otro telegrafista y el chico del mostrador): manejar el tictic, que requer a constante manejo, expender sellos e impresos para giros postales, pesar cartas, contestar preguntas est pidas, dar cambios complicados y, sobre todo, contar palabras tan inn meras como las arenas del mar, las palabras de los telegramas que le echaban, de la ma ana a la noche, por la abertura que hab a en lo alto de la rejilla, por encima del estante atestado de cosas, hasta que le dol a el brazo de tanto alargarlo hacia aquella ranura que se abr a hacia adentro o hacia afuera, seg n fuese el lado del exiguo mostrador en que a uno le tocara estar.